domingo, 23 de noviembre de 2014

El tren

Desde siempre he sido usuaria asidua del transporte público colectivo. Cuando era niña, papá tardó en tener coche. No lo tuvimos hasta que nos fuimos a vivir a Galicia, porque Barcelona, donde vivimos hasta entonces, era una ciudad bien comunicada. Mi infancia transcurrió entre centenares de viajes en tren de un lado para otro. A veces pagábamos un compartimento entero de literas sólo para nosotros cuando atravesábamos la península de lado a lado. Aquello era fantástico. Mamá siempre dijo que en su pueblo había ayuntamiento, río, carretera nacional y estación de ferrocarril. Cada verano, cuando estoy en el pueblo, vuelvo a escuchar antes de dormirme el paso rápido del tren surcando el valle hasta que desaparece entre las montañas, a la vez que la corriente del río. En trenes he leído novelas enteras y escrito en mis cuadernos; he escuchado mucha música y hablado con muchas personas que tenían historias que contar. 
Ahora cojo casi a diario los trenes de cercanías para llegar a algún punto donde tengo que dar mi clase. Ahora también vivo a cinco minutos a pie de la estación y no pocas veces el pitido del tren rompe el silencio de la casa, aunque jamás me molesta.

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